Navidad
(La Quinta. Las rodajas
de almendra, que cortamos
junto con las manzanas,
e hicimos una torta,
plena siesta.) Venís
con tu hijita a la pile:
logramos compartirla.
Se meten por la parte
menos honda. En silencio,
callada, como siempre.
(Tu hijita nos sonríe.)
No nos decimos nada
pero la vida, que
se renovó, nos cruza,
el agua nos acerca
sabia, pacientemente.
escuchando Brian Eno
Música, atisbos: tu razón produce
primicias y proyectos que no son
más que estrecheces, vagas acuarelas
que percutís sobre la mar o muda
de los sonidos. Ordenados, sí,
pero fluctuantes, vida multiforme
que se inmiscuye en vos: al escuchar.
Música que nos llega corrompida:
el ruido blanco, que filtramos, del
mundo feraz. Ganás, mediante el disco
que tus palabras son, un perentorio
esqueje pulsional, pero el oído
avizora sin más. Algo que late
de otra manera en vos: cuando no ves.
(notita)
No nos estamos encontrando, amor.
Por ahí, me dirás,
de a ratitos. Lo cierto es que las últimas
semanas tantas cosas
pasaron (la Ciudad, que se agitó;
nuestra mascota, herida,
y ése fue un susto grande; nuestro hogar,
modificado un poco
y bastante a desgana por el Bocha,
un albañil dotado
pero falluto) que ese dulce espacio
de cariño y disfrute
que se venía dando, único modo
de vivir en pareja
en que creemos, ¿no?, se fragmentó
en forma de corridas
y detenciones bruscas, de estallidos
nerviosos e impaciencias
ingobernables, indeseables. ¿Puede
alguno ser feliz
inmarcesiblemente? No me canso,
lo mismo, de quererte,
y digo sí a los tropezones, ogro
que por semanas hizo
de La Babía un caos. Amanece
ahora, y vos dormís
con el ventilador antimosquitos.
¿Cómo vendrá la mano
más adelante? Escribo y sólo sé
que el futuro, ese guacho,
barajará de nuevo las vivencias
y que de nuevo habrá
que disputarle el título a la mufa,
renovar el amor.
Porque me quiero olvidar
de todo lo que me cruza.
Porque asimilo los rostros
a joyas que no conservan
el dolor de sus crujías.
Porque me doy contra setos
que zozobran en la noche
de las palabras/temblor.
Dando tumbos, dilatando
bajeles que son iguales
a casinos de otras lides,
quiero perderme, encajar.
(Paule Constant: Confidence pour confidence.)
El insomnio retuerce
tus coyunturas. Una
viejarda te apuró
desde el saber/poder
y emprendiste la huida
luego de balbucear
una respuesta idiota.
Ahora repasás
el "diálogo": el severo
apronte, el tartajeo,
la veloz retirada
y el canijo final
(niño impotencia). Cómo
no haber contraatacado
altivamente. Insomnio.
La cosa, en los que escriben
queriendo ser oídos
por sus contemporáneos,
es atender al modo
en que el rock interpela
al mundo: reluctante,
henchido de sabor.
Porque el rock canaliza
energía y hormonas
reduciendo, está claro,
la técnica al alcance
del común de la gente.
¿Querés fama? Aprendé,
a lo pseudo Stravinski,
de esa fuerza de choque
y volcala a tus cosas.
Parrhesía impagable.
Las páginas. El texto. La ficción.
Significantes lisos:
al modo en que la arena prefigura
minuciosos escorzos
y fugitivos, ronca pleamar
en que el sentido impera
por un momento para luego hundirse
o renovarse. Tablas
que la premura de la letra aferra,
birlibirloques que
miles de ilusionistas diseñaron
a la deriva de un
sordo estupor. Y el lector, que, avizor,
sobrevuela moroso
los restos del naufragio, que se salvan
al abrir el volumen.
Giran las cosas, tristes,
en una luz perlada.
El corazón, herido
por la desgracia, surte.
Vas del silencio al planto
de una mirada virgen.
Vas del silencio al joven
que peroró sin frenos.
Lo hiciste una vez más: les aceptaste
la ¡Despertad! a los Testigos. (Tu
abuela la leía: letra grande
para unos ojos que llorar supieron
tu enfermedad.) La hojeaste: la moral
a full en un diseño mejorado:
el vino viejo en odres nuevos. Un
vínculo que persiste lo compensa:
aquella anciana fue quien te acercó
la Biblia: vos la amaste en su volumen.
Verdad que, de algún modo, aún te toca;
pero hoy leés de cosas que a la muerta
le hubieran repugnado... Aunque, ¿quién sabe?,
sigue la adoración, tardía: las palabras
son tu alimento, en ellas te afirmás.
a los amigos
Hay gente que te quiere,
gente que se preocupa
por vos. Aunque jamás
te acerquen la tesera
que circuya la herida,
te dicen (no dejaron
de decírtelo nunca)
que saben que en tu grave
cadena de miradas,
aquella que forjaste
hace ya mucho, aúlla
una argolla demente
que crujirá hasta el fin;
y aceptan ese abismo
sin más; y agradecés.
Ecos y lejanías
de puzzles y de esferas
que cada anochecer
entreteje y redacta
y en que recién ahora
conseguís relajarte.
Ya ves, amor: los días se volvieron
un sucederse de
tareas no imposibles que con gusto
--porque nutren la casa
en que queremos habitar-- hacemos.
"Hay poca plata", nos
decimos sin caer en esos pobres
desesperos que poco
contemplativos son con los enclenques,
y tratamos de dar
pasos más justos, más confiados, con
que suplir la carencia
propia de todo ser. Autonomía:
algo que estoy por fin
apreciando, logrando: fue deseable
con vos la madurez.
Hay poca plata, sí, pero también
hay motivos de sobra
para hilvanar los días de tal modo
que nuestro hogar prospere.
Tenemos un fueguito, leña seca.
Se trata de cuidarlo.
Las ganas de escribir
un poema, de nuevo.
Una sobreabundancia;
palabritas que piden
partir; su singladura.
No hay último poema:
al final siempre sale
reincidir. Y el sentido
es la urgencia con que
me procuro, no hay caso,
lapicera, papel,
soledad. Algo quiere
suceder; qué sería
de mí si las callara.
Eso sí: yo hago mutis
y algo escribe, precisa
registrar ciertas cosas
para después. O no:
es el eco de un mundo,
los restos de una fiesta
en la que nunca supe
que estuve sino ahora.
Sus guedejas un otario
columpiaba despacioso.
Vino el mirto y se plantó,
ardite para mojones.
Mira el funyi tal presea
o fulcros sin distender.
El otario, crencha y moco,
dilapidaba fusiles.
¡Periplos inconducentes!
¡Fuente inmune! ¡Primerear!
La gentuza, distinguida.
¡Guerra total al macaco!
¡Colocón o padecer!
Los sulquis claman vendetta...
Como un desesperado,
como si me espoleara
el ángel del rigor,
trabajé. Desmedido
afán, el tiempo es nada
cuando el deber ejerce.
Agotado, llegó
el sábado del día.
Acedia o extenuante
bregar: no sé alcanzar
velocidad crucero,
dosificar los trancos.
Dicen que es practicable
un arte del vivir.
Yo no tuve maestro.
Tan sólo soy astilla
del pujar obstinado
y abrumador de un palo
que aún no se relaja.
Gallego cejijunto.
Mulo para las cosas.
Un incendio devora
los campos. Hay quien ruega
a Dios por que la lluvia
caiga por fin. Inútil
su plegaria; viciosa.
Arden los campos. Hay
bomberos voluntarios
para quienes el fuego
puede ser extinguido,
pero actuando. Hay también
políticos que tratan
de quedarse con todo
el rédito posible:
quién apagó el incendio,
quién fue el inoperante.
Arden los campos. Hay
quien duerme; los demás
sudamos en silencio.
Pasa un auto. La cosa
será olvidada pronto:
arderá otra noticia
en nuestros pechos huecos,
y la lenta galaxia
seguirá navegando.
Gente que el tiempo junta,
que dispersa, fichitas
que se combinan para
repelerse después...
Hay del pasado rostros
que retornan benignos,
o que ahora te espetan
odios inesperados.
Hay del pasado sombras
que se te atoran, filmes
y una terca manzana
que no se pudrirá.
Gente que amabas, tiempo
que talla: las fichitas,
sus posibles, se funden,
y tomás finalmente
cerveza con tu madre.
a Mariano Pérez Carrasco
Pero el tiempo es inmenso.
El tiempo es ese gato
indolente que duerme
allá en la mesa, o sólo
hace de blanda estatua.
Imitalo. Callá
tus pasos en la arena
y percibí el silencio,
quieto como una nube.
Todo pende y se expresa,
acabado. Tomá
cada ser al alcance
de tu mano y con tino
sopesalo. Navegan
las cosas hacia vos,
te rozan, se diluyen.
Es una fiel deriva
el tiempo. Es como un buey
que pasta sin apuros.
Confiables, previsibles:
así quiere la gente
que sean tus acciones.
Y si no sostenés
sin más esa promesa,
esa ficción común,
más luego no te quejes
si nadie te acompaña:
vos mismo le mojaste
la oreja a lo más santo,
y eso no queda impune.
Lo mejor es leer. Después de todo,
no importa quién redacta
sino las ocurrencias de una frase
al continuar a otra.
Porque los libros se suceden: algo
que no se agota en la
palabra fin se engancha, de manera
más bien fluida, es más,
practicando una lógica renuente
a las explicaciones,
a otra oración, unidas como cuentas
dispares, pero no
por la intención de los que escriben. Algo
que no descansa liga,
a través de nosotros, aleatorio,
nuestras lecturas. Algo
que no se detendrá, que se extasía
indefinidamente.
Para los otros no
existe que haya habido
enfermedad. Ninguno
de los que ayer reían
imagina ese infierno.
Vivís bajo la forma
de repetir pasillos.
De estrellarte por lustros
contra las mismas aulas.
De vos los otros saben
sólo un apodo. No
exijas empatía
ni mayor disimulo.
Un libro más. Y nada queda. Sueño
de que despierto, parto
de esa ventana y se desconfigura:
dimensión clausurada.
No lo lamento. Tomo sin apuro
otro volumen, leo.
Tal es mi modo de volver al ámbito
callado, primitivo
de la más grata intimidad/alberca:
la de seguir un curso
de letras más o menos ordenadas
que a qué conducen sino
a domos de sentido deletéreo
que de pronto se elevan
--promesas incumplibles, que confortan--
y a que es dulce trepar
sin que mayor registro quede de
mi ascenso, su temblor.
Las palabras ¿qué pueden?
¿Qué haré con ellas? ¿Qué
me permite mezclarlas,
cortar, alzar? Y tocan
manos impredecibles
muchas veces. Cubil
que guarda inesperados
lobeznos y maderas.
Francas o resentidas
oraciones: del fondo
de una caverna surgen
liberados esclavos,
murmuradores. Vieja
cornucopia la voz.
Palabras como cuerdas
que rozo, que devuelven
armónicos que nunca
dominaré del todo.
(Violín que dejo escrito;
arco de los demás.)
Y sí: poquita cosa
era la poesía.
¿Te acordás? La profunda
emoción que sentiste
al leer tal historia...
El amor a los libros
que tu madre traía
del Centro, esos usados,
desmesurado amor...
Y poco más, ¿no cierto?
Lo de Handke, la Musa
que le dice que apenas
una voz, sus palabras
--esas menesterosas--,
es el poema: voz
como la de cualquiera,
pero tuya. Y quisiste
ser eso: vos: abrir
la boca, balbucear
un poco de lo tuyo
en el papel... Palabras,
nada más que palabras.
Como las de tu madre,
a fin de mes --y duelen,
y te callás--: "¿te queda
aún dinero?". Como
las de cualquiera, cuando
te conoce y pregunta
a qué te dedicás.
Ahora que las pulgas se retractan y duermen
y que los alces, duchos en consumir las aguas
leteas, se empecinan en remedar mis modos,
tranquilos y pausados como viejos alfanjes,
yo silbo un estribillo de dunas o de insectos
y me calzo diademas que monjes aprontaron.
Y los álamos gordos se distienden sin gracia,
y los perros de jade ladran impunemente
en medio de un fonema que, lejos de lucir,
supura una oración de retoños sin dueño
que, a medida que el numen de los cuatro suplicios
en que jugué se esboza, desacomoda rostros.
Mares de la escansión: los sillones y lizas
se guardan, divertidos, al tiempo que las moras
esparcen, despeinadas, turgentes, su carbunclo
por nadie más que por el Albo, su mirilla.
Mares sin solución: cornucopias celestes
manotean sus bolsos y parten: panorama
que se finge retráctil, y que suspira almejas,
y que cae, abrasivo, frente a aquel mostrador.
Un narrador amigo,
cultor de las guitarras
a lo Fripp (ese inglés
que lidia con el caos
metronómicamente),
al ver que todavía
permito que me corran
con roncas utopías
y reclamos eternos
los últimos reductos
de la Izquierda, coloca
en sus mails argumentos
irrefutables (ha
escuchado lo mío
y desde ahí me escribe)
con los que me señala
que no soy yo al torear,
al salivar. El punto
que me marca no tiene
nada que ver con que
no tendría que hablar,
en los poemas, de
la maldita política,
sino que insistiría
en adherir, borrego,
a una Verdad omnímoda
e inverosímil a estas
alturas de la vida:
gran fantasma que sigue
fustigando, apurando:
la vanguardia rebelde,
juvenil, explosiva
y vehemente a que
no dejo de adherir
medrosamente, cruel
moral de pertenencia.
¿Qué le puedo decir
a ese que me conoce?
Todo depende apenas
del famoso parate:
si me viera las canas
en el espejo... Si
dejara que la edad,
podando, mejorando,
se metiese también
con mis ideas, vagas,
adolescentes... (¡Oh!
¡Ya rondo los cuarenta!)
¿Y el país? ¿Se lo ve
desde mi casa? ¿No es,
como quien dice, presa
reservada a la tele,
a la radio? ¿No baila
en Facebook como flyer
--cool o choto: barato--?
¿No es emoción pedorra,
regurgitable? ¿Le
debo versos? Me asomo
a la noche del patio
para fumar un pucho,
para andar bajo el frío
del invierno. Con pan
y sin trabajo pago,
siento que no hay país;
que esto es un laberinto
con fronteras más grandes
y más chicas. Y pienso
que durar sin chistar
por deporte no es cosa
objetable... "Qom, qom",
golpea en la mitad
del poema, "qom, qom",
el parche del cultrum.
Como si, más allá
de la farsa en que estamos,
algo dijera: "hay sangre
derramada acá cerca:
en el país", por más
que en mi casa se escuche
tan sólo un colectivo
que pasa. Como si
la pregunta trajera
un golpe sordo --"qom"--
que en la noche restalla:
más allá de esta muelle
duración descreída.
para Cecilia, nuevamente
Esa mano que busca
la mía, y nos dormimos;
esa pieza en que nada
incomoda o disuade;
y la casita enclenque,
que vamos mejorando;
y el jardín en que el perro
hace pozos y ladra:
marcas de un tiempo sabio
en el fondo, aunque a veces
nos apuremos, presas
de un medroso cariño.
Piedras francas y briznas
que regamos deseosos,
el tiempo nos desgasta
y seguimos sonriendo.
Piedra/brizna que cuido
como brasa de junco,
esa mano que busca
mi mano por las noches
es el mayor tesoro,
el más hondo sentido.
Qué sería, chiquita,
que por una cerveza
buscada, y es rutina,
después de medianoche
por calles sin un alma
te causara un disgusto.
Cierre de la jornada,
la cerveza es mojón
de libros que por horas
me acompañan. Ahora
te levantás, mimosa
cargoseás al Lagarto
--que no se hace problema
ni mucho menos-- y
me decís frasecitas
amanecidas. Amo
tu despertar. Macana
sería que un puntazo
terminara con esto.
Cómo quisiera que
las calles fueran algo
con corazón, o casa
abierta a todos. Nadie
nos sonríe en la noche.
Yo volveré a salir.
Acabo de perderte.
Noche del corazón,
ahora te entreveo:
indiferente, plena,
sucesora de nada.
Clausurado, vaciado,
de lejos gesticulo:
y mis muecas se agotan
ante un espejo sordo
y prepotente que,
inapelable, anula
este armonio quebrado,
sus notas, su pedal.
Entender. Ser, más bien,
un entendido. Docto
que diserta --paciente,
clemente-- frente a un niño.
Ser otro. No desairo
aún tal imposible,
por más que se me muestre
impracticable, odioso.
Porque también en mí
algo se enerva cuando
me fuerzo al anhelar
esa impostura o mueca.
Mueca o tic de empeñado
en llamar a aquel muerto
que alguna vez me alzó,
que me enseñara Morse.
(Y abrir la Enciclopedia,
y ver todos los puntos
y las rayas, y ya
no poder aprender...)
Último padecer,
hacés que los poemas
pretendan formas claras
que regalás sin más
al estulto vecino;
las previas fueron cruces
en los helados muros
de una casa que nunca
fue tuya. En ella luego
amaste y te olvidaste
del sentido de arar
para los otros: poco,
huero fruto mordías
entre tus labios. No
podemos permitir
que repitas exangüe:
"la poesía ha muerto".
Tu corazón, tu viejo
corazón de negar,
pierde esa piel ahora.
No temas, que mañana
vas a apartar juicioso
a todo aquel que exija
lo que sólo a vos toca
de tu propia visión.
Tiempo para mi madre.
Y los vasos se ensañan
en los manteles últimos.
Y ella ya no comprende
que comienzo a entreverla.
Muñeco de hilos dulces
que destripamos pronto.
Tiempo para mi madre.
Acompañarla ahora
que todo nos deslumbra.
Conciso testimonio
el temblor de sus manos
de aljibe. Ya se aleja:
destrozada, menor.
Ahora nos tratamos
con temor. ¿El deseo?
Trinos que una muralla
clausuró, resentida.
La elevamos los dos:
día tras día, noche
tras solitaria noche.
El violín, en su estuche,
corta una cuerda. Poco
a poco deshará
su propio cuerpo. Prendo
un cigarrillo y fumo
apostando a que el vicio
finalmente me pierda.
Porque la muerte es dulce
para los derrotados.
La ropa sucia; el turbio
eco de un verso que
se abrasa entre las lilas
demacradas de un jueves
lejano, deleznable;
las lívidas paredes,
que reflejan el negro
replandor de una anciana
que desfallece... Parte
el colectivo que
alguna vez tendrá
que tomar, y que rueda
hacia ningún destino
previsible. Desidia
desmesurada y acre:
ella se fue entonando
díscolos ritmos y él,
a quien punza un terror
indefinido, calla
en la curva infeliz
de un río proceloso
que retuerce el aullido
menos volátil de un
tiempo infinito, terco.
Ambicionó de siempre
ser profundo. Brillante
se imaginaba, noble.
Y se pasó la vida
entre libros de arcana
erudición. Tristeza
y un rencor silenciado
fue lo que obtuvo. Niño
que lee de un volumen
que está al revés y, docto,
se rasca la cabeza.
El loco. El estallido. La punción.
Sangre de más. Esclavo
de sentimientos lívidos. Negada
su indefensión. Exangüe,
desguarnecida. Límite, y afuera.
El ominoso. El otro.
De hace tiempo que me
conocen, y me llevan,
aunque lo oculten, en
sus almas. Es mentira
que a una mujer en forma
de serpiente engañase
en un jardín rosáceo
o que a un hombre tentara
en el sucio desierto.
Soy el licor oscuro
que el anhelo destila
en la noche profunda
y que ustedes postergan,
jadeantes, espantados.
Soy lo que facilita
lo que más fuertemente
ansían, lo que tanto
se obstinan en negar.
Ahora que lo pienso (vos allá,
intentando dormir; porque tu siesta
fue abundante, y las cosas que hoy hiciste,
si bien cargosas, poco te exigieron;
y puede que en un rato te levantes
y te acerques en busca de un cuentito),
no hay sombras, noche leve, y bien podría
dar noticia de asuntos sin mayor
"trascendencia": anotables. Insistí
ya tantos años con mis lloriqueos,
y tantas veces más alcé en palabras
las muecas del pesar, que simplemente
no quedaría otra salida que
la de mirar alrededor, y ver.
Olvidarme de mí para fijar
pasables argumentos de estos seres
que vienen y se alejan, aunque porten
siempre en su seno algo incomunicable.
Y darme cuenta de que el mundo, el vasto
mundo de peripecias de los otros
tendría que pesar más que mi suerte,
incluso en mí: el obtuso a lo que dicen
y que sollozan, de lo que se jactan
y, claro, eso que ignoran, -- ignorantes,
los más, no hay modo, de mi ser arisco.
Tendré que hacerme ciudadano y dar
en descripciones mi tributo al mundo,
me digo, y hacer trizas los espejos
y respirar sin más entre la gente.
(Y vos allá, en la cama, a quien de pronto
siento luchando de hace ya bastante
contra mi obcecación, mi muladar.)
A quién le importan, pues,
versos de resentido,
ni palabras iguales
a cruzas que fracasan.
Yo conozco la soga
que endulza el corazón,
y finjo mansedumbre
ante los rostros vagos.
Y finjo, comedido,
claridades o mudas,
y quizás hasta creo
que un ángel toma nota.
Pero el alma reniega
de repente de sus
pretensiones imberbes
y zumba entre las abras.
A quién, a quién le importan
mis palabras o pinches
y mi mente que niega
cuerpos bajo el dolor.
Y de nuevo las almas del solar entimema
se parapetan contra las caricias del ángel,
y una lívida niebla sin formas, que decrece,
medita los temblores de la salvaje ley.
Muerta de inanición entre chuscos idiomas,
la calavera calva, presbicie y testamento,
aletea, silente como mono que aullase,
la terca cantilena que conduce al amor.
El decoro y los nombres, acusados por sombras,
estiran la clemencia que el embuste digiere,
y se unen al espectro de un álamo salaz.
El decoro, presea que uno otorga a la lágrima,
y los nombres, negados por un juez del Oriente,
tundidos en la lluvia recelan del saber.
Si yo, que estuve loco, ahora puedo
decir de mí insanía
es gracias al amor. Pero los años
vividos en desgracia
son un pozo en penumbras del que a veces
salen turbios fantoches
que atacan y se van. De los amigos,
de los que así llamaba,
muy pocos se probaron resistentes
a verme hecho un guiñapo,
y muchos hoy me evitan. ¿Es que para
los salones de turno
uno puede hacer culto de franceses
a la moda que tratan
de lo anormal, y es norma, pero cuando
los más, y no exceptúo
al universitario, tienen que
tratar con el demente
retroceden, asqueados? Lo real:
un muro inexorable
aísla al que se hundió de los normales.
No eran falsos amigos,
mascullo: no pudieron soportar
la mutación. Y el pozo
nació, me digo, para atemperar
ese puñal: que pocos
permanecieron a mi lado cuando
me convertí en un negro
"andrajo autistizado".
¿Por qué renunciaría
a tus manos, a sus
ricos dones, que colman
de alegría mis tardes?
Y sin embargo, huero
me siento, y me imagino
alejándome de
las calles y los hombres.
Un mal momento, amor,
un temblor insidioso:
ya me veo enclaustrando
nuevamente este cuerpo.
¿Razones? No las hay.
A no ser un penoso
desasosiego, un turbio
humor, y oscuro, y arde.
Qué pueriles que son,
en el fondo, las nuevas
canciones. Las escucho
gracias a un neo walkman
cuando salgo de casa,
cosa de que el trayecto
se aligere. ¿Leer
en el bondi? Ya no:
me mareo no bien
paso de la segunda
a la tercera página.
Y la macana es que
el celu sólo capta
emisoras potentes.
Total: como no quiero
Cadena 3, insisto
con el rock nacional
y sus pobres acordes.
Y mientras disecciono
despiadado las rimas
de Calamaro y prole
y analizo las vueltas
cuadradamente armónicas
de los diversos grupos
--porque el intelectual
no puede estar a gusto
con nada ni con nadie,
y hay que ser mala onda--,
me sorprendo de pronto
bailando imperceptible-
mente, con gestos breves,
disimulados, en
la parada de turno
y me entrego, sin más,
a una Época púber
que coordina cabezas
de rictus serenado
a través de unas calles
en las que nunca nos
han chocado, hasta ahora.
a Sergio Sánchez
¿Nosotros? Sí: miramos
las cosas como por
primera vez, y nos
extasiamos y las
celebramos: algo hubo
que apareció sin más,
resplandeciente y vivo,
fastuoso en su humildad.
Pero después andamos
de sorpresa en sorpresa:
como quien colecciona;
o, y es lo más común,
adocenamos nuestra
mirada, ya saciada
el hambre de una endeble
curiosidad. Y vamos
--¡y no somos conscientes!--
a través de una noche
colmada de delicias
que nacen y se extinguen
como por sortilegio.
¡Ah, noche en que podríamos
ver las flores fugaces!
¡Ah, mirada que, obtusa,
deprecia porque ignora
cada relumbre o ser
que yace: primitivo,
y terrible, y ajeno!
Llueve apenas, ahora:
dos o tres gotas guachas me mojaron
cuando salí de la
estación de servicio, luego de
leer noticias viejas,
desvaríos de cuando aún no había
habido nunca Papa
nacido entre nosotros. La Mañana
(¿era ese diario?) hacía
análisis de apuestas; hoy Bergoglio,
que no era favorito
ni mucho menos, recompensará,
20 por 1, si
no me equivoco, al loco que predijo
que iba a ser Papa. Grácil
la nota, de color: cualquiera puede
vincular, hoy por hoy,
la religión al juego, devolviendo
al Cristo, de este modo,
al mundo: 33 a la cabeza.
Por mi parte, prefiero
saber, no sólo gracias a la lógica
--esa magia vulgar--,
que la Agustín Garzón se está mojando.
Por la pantalla veo
Papa o caca, argentinos.
Ignorantes ladinos:
de connivencia es reo.
Poses de sinapismo
reconcomen la seda
que aguaita en la vereda
del edecán. Lo mismo
que un gozne que chirría
es la tripa del niño;
cada fulgor de armiño
puede servir de guía.
Pelota de las cruces
estrujadas en vano,
repica en el hermano
mi oración. No traduces
el tomillo en agraz
a mi Pampa de ordeñe,
ni eres un odre lueñe
que derramo sin más.
Dice mi amor que creo
en lo que escribo sólo
en el momento de escribir. Qué farsa
parece que mantengo:
por más que me presienta
uno, indiviso, el mismo, la verdad
que salto entre contrarias
formas de ser. Soy yo,
lector apetecido, el que lanzó
al mundo eso que está
ligado, pese a todo,
a mi apellido, sí; pero también
soy todos los demás
que la Mejoradora
va conociendo, y muchos otros más
que callo, que oculté
en ese lodazal
desahuciado que no obstante cobra,
por momentos, mayor
vida y prestancia que
nuestro presente: dios de lo real.
Marca el grillo las dos
de la mañana. Escucho
pasar, uno detrás
del otro, allá en la calle,
los autos y me digo
que hay una pausa en que
las palabras reposan
para empezar a andar
de nuevo, cuando el mundo,
después de que dormimos,
vuelve a mandar. Escucho
sonidos impasibles
que quizás hablan pero
que sobre todo ondulan,
escucho el rumoroso,
persistente latir
de estas cosas en calma;
pero escribo. ¿Tendría,
entonces, que dejar
que mi mente se extrañe
en la neblina/pulso
de materia sonora
que apenas entreveo
y recién anotar?
La mañana padece.
Por un malentendido
dormimos separados,
no nos amamos. Lenta
cae la lluvia. Somos
dos que se esquivan, dos
que temen maltratarse.
Cohabitar dolido.
Me he descubierto cruel y ya no puedo
mentirme. Con amor
o sin amor, destripo al observar
al que está enfrente, exangüe,
sin una gota de piedad, y oculto
en mi interior emblemas
de halo nocivo: gozo al contemplar
el sufrimiento de
cualquiera, pero arrojo esa mirada
a la penumbra y logro
querer a los demás. Porque aún vale
todo esto que subsiste.
¿Por qué soñar con vos ahora, cuando
la sombra se atenúa? De hace un tiempo
que no nos dirigimos la palabra,
pero recién, en la pantalla de un
hablado sueño, ya te figurabas
siendo madrina de alguien
que no puedo querer. Te iluminabas
con las albricias al revés --no tengo
nada que darle, soy un impedido
para la guita, apenas
lato en presente--, y agasajo y paz
me proponías. Un
cigarro marcapiel fue, para vos,
mi explicación. (Soñé con tres mujeres
a lo largo de un día que cerró
con vos llorando, emocionada
por un deseo que jamás podré
cumplir: en la vigilia.)
Los escrutamos, con
creciente equidistancia
y luego hastío, desde
la más temprana edad
hasta que, por palparlos
alguna vez de fuego,
y después es más fácil,
y cada vez peor,
concluimos --¡y es como
renegar de los dioses!--
que los libros en nada
nos afectan. Es otra
ahora la aventura:
nuestra impía mirada
los disecciona. Yo
que inapelable falla
porque piensa que asiste
a una gresca "importante";
sólo por ser nosotros
los que la provocamos.
Amaestrada bestia.
Yo era el muerto, y latía
secamente en la noche
mi corazón, y un soplo
negado era la vida.
Y los otros --¡los otros!--
se erguían como mármol
vaciado, y el silencio
era espanto y ciclamen.
Y estaba muerto, y era
la crueldad lo debido:
desollarme inclemente,
vagar frente a los otros.
Secamente latía
mi corazón, y llaga
supurante era amar
su mármol en la noche.
Y me faltás. Y estás
a más de mil kilómetros.
Y la semana encalla.
Y la noche se estira.
Y el año que vivimos
lo es todo y sin embargo
--injusticia; temblor--
se esfuma, se diluye,
y mi pecho se ahonda.
Esta casa me sobra:
porque no estás. Herido:
nada sé de tus labios,
de tu risa, de tu
salvaje cabellera,
azabache que ardía.
Soy un mar que padece:
luna de mi marea.
Cuerpo, y voz, e incompletos
minutos, y sentirte:
a más de mil kilómetros.
Y la semana encalla.
Y la noche se estira.
Es innegable. Soy
feliz. La madrugada
late, como una fruta
que pende. Digo: "aljibe
de la casa paterna,
y el magnolio, entre sombras".
Digo: "amor, allá lejos,
descansando de todo
lo que es ciudad, trabajo".
Digo: "cuerpo, y sudor,
y beber; y la casa,
en que se acrece --¡río!--
una intensa memoria".
Los versos pesarosos
¿para qué? ¿Cómo pude
dejar de ver el mundo,
que de continuo da
todo su ser al ser?
¿Qué pasó que, apagado,
disminuido, enfermo,
cuando rozaba vida
retrocedía, idiota?
Regué el jardín, y el perro
jugó conmigo; y esto
siempre estuvo al alcance
de la mano. Saber,
al menos por un rato,
que el Paraíso es eso:
una mirada limpia
y el corazón en calma.
Apareció muy poco
en mis poemas la
amistad. Resentido
que cultiva pesares,
apenas si dejé
constancia de mis dos
y ahora tres hermanos
en la vida. En la fresca
mañana --ya llovió,
ya los pájaros callan,
ya los autos transitan
su deber-- miro lejos
a través de los años
y encuentro su presencia,
sabedora de mí,
de lo poco que soy
y que les basta. Amor:
la soledad no ha sido
tan gravosa, exagero
sin duda cuando te hago
relación retorcida
de lo vivido: siempre
una mano discreta
benigna me amparó
y franca. Lo demás,
te diría, que se
diluya en el olvido.